Aimée García: más allá de la habilidad que ensarta su piel
- Claudia Taboada Churchman
- May 6, 2022
- 8 min read
Updated: May 29, 2022
[2015.01]
Sus obras comienzan casi siempre dentro de los límites de un lienzo. La autorrepresentación de su cuerpo se vuelve falible al fondo. El color delimita las formas y juega con las apariencias de los planos y entonces la hibridez deja a las cesuras una hendidura justa para hallar la sutileza. La engañosa tranquilidad de su perfección indispone la órbita premeditada de los sentidos y cuando creemos suficiente su poderoso argumento pictórico, trasgrede los espacios y propone al lector apreciar su experiencia a través del objeto. Sus piezas dejan la sensación mágica de los cuentos de Gabo, sobre todo de aquel que habla de un señor muy viejo con unas alas enormes, pues la poética de esta artista también tiene alas grandes y son tan orgánicas, tan naturales, tan sinestésicas y tan perfectas que no puede entenderse por qué no las tiene todo el arte.
Este «realismo mágico pictórico» habita la obra de Aimée García (Matanzas, 1972), una de las creadoras cubanas más importantes de los últimos veinte años. Importante y especial, porque sus ideas se gestaron en situaciones especiales y su respuesta fue idónea, alternativa y eficaz cuando apenas se esperaba que de esa «mala hierba» -llamada así la generación de artistas de los noventa-, reverdecieran soluciones para abonar la aridez del campo creativo. El desmoronamiento del campo socialista dejó en nuestro país una estructura política y económica en su más débil complexión. El denominado Período Especial estuvo marcado por la terrible precariedad monetaria, la doble moral, el oportunismo y las ruinas de la ferviente utopía, encarnada sobre todo por los jóvenes que vivieron esta cuasi debacle. Evidentemente el carácter emancipador, de proclama y crítica de la década anterior no pudo ser la fórmula para un período tan susceptible. Estas circunstancias fueron canalizadas básicamente a través de la apropiación de los referentes de la historia del arte universal y la autorreferencialidad del propio sujeto creador.
Por una parte, se le dio mayor importancia a la estética, no solo como posible estrategia de mercado sino por las posibilidades de camuflaje inherente para escudar en la amabilidad del «hedonismo», conceptos de profunda crítica social. Los referentes legitimados por la historia del arte fueron algunos de los recursos más empleados para conseguir una obra a la maniera más «tradicional» y «políticamente correcta». Pero las apropiaciones no procedían de los originales, sino de lo que Gerardo Mosquera llamara «laminismo», es decir, de las reproducciones contenidas en libros y revistas, lo que explica en cierto modo el aspecto artificial y de simulacro de muchas obras.
Sin embargo, en el caso de Aimée la naturalidad del referente no ha resultado nunca tan importante como la conexión que este pueda establecer con la realidad y sus preocupaciones. Los signos citados en sus obras pasan por una suerte de simbolización o proceso de autorreferencialidad de los propios motivos o iconos referidos. Cuando representa algunos mitos junto a su autorretrato, protagonista de la escena, inevitablemente, se desautomatiza la idea de reconstruir la historia del mito en su contexto originario, pues la presencia de la artista subvierte lo mitológico y teje a partir de este su discurso existencial. Los mitos elegidos no son para nada fortuitos: Penélope, Diana, Flora, Leda, Jeremías… tampoco la alusión a personajes de la literatura infantil, ni a los más recurridos en el arte como es la odalisca, ni las menciones de la maternidad, las labores domésticas ni todos aquellos patrones de comportamiento históricamente asociados a la mujer.
Aimée puede ser tan apacible en sus piezas que desata la violencia en su estado más ríspido, el psicológico. El uso de los cabellos comunica un acto de rebeldía a ser mujer bajo el estigma de lo bello, seductor y sensual. En Aimée como Penélope (1997) cuestiona la fidelidad a la que estuvo sometido el personaje de la Odisea. La autora asimiló el mito en actitud antropofágica y sirvió sobre un díptico su autorrepresentación como fémina y artista, tejiendo en cada caso sus cabellos, sustitutos de su ropa, y asumiendo la espera como la construcción y destrucción de las concepciones tanto sociales como creativas.
Los cabellos no solo han representado la atadura, sino también el desprejuicio. En su instalación El vuelo (1997), los cabellos que le faltan a la artista penden del tríptico en que fue desplegada la idea de la muerte como mujer. Entonces la imagen perfecta se desvanece y la hace tan real que le devuelve su condición de ser humano, olvidada hasta por ella misma.
La perfección y el acabado impoluto de sus piezas reproducen el universo interior de las más férreas concepciones femeninas. Por eso en Aimée se vuelve constante el autorretrato «clásico», resuelto de frente, tres cuarto o de perfil, a la manera de los retratos de la pintura holandesa con ciertos guiños al tenebrismo por el uso de la luz concentrada. Se muestran habituales también las incorporaciones de objetos a los cuadros como son el papel periódico, corsés, utensilios culinarios, flores, piedras, armas blancas y sobre todo el tejido. Estos elementos expanden su pintura -como Rosalind Krauss con los conceptos de la escultura- hacia una propuesta instalativa otra donde lo pictórico evoca lo objetual y este, a su vez, la realidad del observador. En piezas como La fuente (1997) ocurre esta relación. La artista se autorretrata de cuerpo entero con una vestimenta de siglos anteriores, manchada de sangre y solucionada plásticamente como si de los ropajes mojados de Fidias se tratara. El dolor y la aparente pérdida de alguna criatura desbordaron el lienzo y fue colocada a su regazo una fuente con sangre recogida. No se trata de la pintura ni del objeto resignificado… esos son solo los recursos, se trata de lo que pasa después a nivel sensorial y de los incómodos minutos que transcurren mientras se tensan los roles sociales en los anudados resquicios del subconsciente.

El bordado en la obra de Aimée no es solo una habilidad, tampoco un complemento de sus telas ni de otros soportes intervenidos. Incluso va un poco más allá de la referencia al tema de género. La insistencia en el trabajo detallado de sus puntadas simples o complejas, figurativas o amorfas, repasa una y otra vez, como canto adoctrinado de un buen siervo, la fábula de Aracne, la tejedora más habilidosa en la mitología grecorromana quien fuera convertida en araña por desatar la ira de Atenea. No importan las diferentes versiones de esta fábula sino las relaciones de poder que subyacen en ella. Atenea circunscribió la creación de Aracne, quien no podía bajo ningún concepto ofender a los dioses ni poner en peligro su integridad, pero como toda creación que apuesta por la ruptura y el ejercicio del criterio, demostró no solo su exquisita destreza en el tejido sino cuán hiriente y mordaz podía ser con tan solo ensartar el hilo en una aguja. De algún modo, en la obra de Aimée la pericia de sus dotes ha sido hilvanada con el discurso mesurado a la vez que perverso de una poética resistente al tiempo y a los límites.
El protagonismo de su imagen se ha comportado como una especie de declaración o testimonio de su trabajo. Entre tanto subterfugio su autorreferencia ha funcionado como una señal simbólica directa, lejana de toda connotación narcisista, portadora de sinceridad y compromiso con el arte y sus circunstancias. Su nivel de crítica ha llegado a tan alto nivel que es capaz de ponerle máscara a su propio rostro para hablarnos de manera más general acerca de la mentira, lo oculto, lo falso, lo inmoral, pero también de lo que nos hace más humanos. Las expresiones no verbales con las que interviene físicamente sus piezas provocan sensaciones muy diversas: desde seguridad, fuerza, desafío, anhelo hasta miedo, tristeza y desesperanza. Incluso multiplica su imagen para no olvidarnos de su carácter metonímico y de representación de una memoria colectiva, como sucede en la fotografía Atributos (2004), conformada por cuatro secuencias en las que el autorretrato de la artista aparece de perfil en cada una de las ocasiones y porta en sus brazos los objetos que pudieran aludir a la maternidad, el honor, la cultura y su identidad a través de un bebé de juguete, una espada de esgrima, tres libros y la máscara que portó en las escenas anteriores. Los primeros tres atributos establecen las cualidades del deber ser femenino; sin embargo la cuarta imagen interrumpe la monotonía visual y los sentidos promulgados por esta. En el óleo Contracorriente (2006) la artista ilumina el camino con una vela, que advierte la multiplicidad de su sombra en sentido contrario. Otra vez la subversión del canon y la lisis de la norma.
Los diferentes matices coyunturales que ha experimentado nuestro país en los últimos veinte años han permitido a no pocos creadores compartir sus vivencias con un sujeto colectivo. Casi siempre los que han cultivado una obra expresamente autorreferencial, dejan una huella indeleble en las obras de corte más «extrovertido» o en las que se prescinde de la cita explícita del artista.
Resulta extraño no apreciar a Aimée en una obra suya pero tampoco difícil reconocer su autoría en esos casos; como en la gran instalación que realizara hace alrededor de diez años llamada Hogar (2003) donde los bordados y su impecable terminación delatan su paso, permanencia y dolor en la elaboración de esta obra. Cualquier casa de principios del siglo xx pudiera tener una mesa y sillas tan majestuosas y vajillas tan finas como las que ha elegido la artista. La puesta en escena resulta todo una labor artesanal minuciosa de orfebrería, tan cuidada que pareciera estar envenenada -como dijera Mosquera-. La cena ha sido servida. Cada plato lleva bordado en su interior los nombres de los ingredientes que conceptualmente debieran tener y han sido colocados sobre la dureza de un mantel de secciones metálicas también tejidas y decoradas con puntadas de gran rebuscamiento. La carencia no pudo evitarse. Los ingredientes fundamentales de la familia estaban ausentes. ¡Cuánto sacrificio y tiempo empleado para contemplar el vacío! Los objetos compusieron un cuadro: el cuadro de la familia cubana… humilde, fragmentada y eclosionada por la desilusión. Esta obra evocó una época de abundancia, pero reflejó la escasez del momento. Evidentemente el tema de género en esta obra también encuentra sus referencias, sobre todo, con respecto a la carga y responsabilidades que siempre reciben las madres en la familia y su espíritu incalculable para adornar instantes amargos. De ahí que utilizara también ollas y calderos para tejerles frases como «cocer lentamente», «a punto de ebullición» y «bajo presión», estableciendo nexos entre estas labores estereotipadas y los sentimientos de represión de la mujer.
En los trabajos más recientes de la creadora se percibe un detenimiento en las preocupaciones sociales y políticas locales. A finales de 2010 sorprendió con la muestra El jardín de la intolerancia, una personal en la galería Villa Manuela, conformada por un gran número de fotografías de flores de diferentes tipos pero uniformadas todas bajo el color rojo. La presencia de Aimée estuvo diluida en ese inmenso jardín que no admitía individualidad ni variedad. Algo similar sucedió en la obra de teatro El jardín de los cerezos (1904), de Antón Chejov, en la que todo el tiempo se ocultaban los verdaderos problemas de las personas y su realidad con tal de no permitir juicios que pusieran en vilo su imagen. Desafortunadamente nuestro jardín se comporta de igual forma, anula al sujeto y proyecta igualdad, estabilidad, perfección -otra vez la perfección y el mito de Aracne- en detrimento de las creencias, los verdaderos partidos del pensamiento y la opinión, las necesidades, las formaciones morales y las aspiraciones de cada individuo. El jardín fue solamente rojo, el mismo rojo que invadió de consignas lo más hermoso que puede tener un jardín y un pueblo, los colores de sus flores y la diversidad de sus ideas. Desde entonces, obras como Rewing (2014), acción plástica, que está construida bajo el mismo concepto homogéneo del color rojo, concentrado esta vez en un crochet que la tejedora hace y deshace como si fuera Penélope, se deconstruyen los paradigmas sobre los que se han fundado nuestras vidas.
El desarrollo de esta artista -y de muchos de su generación- ha sido verdaderamente aportador para la historia del arte cubano, sobre todo en sus temas y lenguajes. Lo que una vez empezó en las telas y sus hebras se volvió habilidad, técnica y discurso. Lo que canibalizara la mitología clásica en función de un discurso viable sin concesiones y lo que ha continuado en su piel, hoy camina sobre sus propios pasos como suelen hacer la mayoría de los artistas contemporáneos, sintetizando las formas sin obviar los primeros referentes.
La Habana, enero 2015
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